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Pocas veces he escrito una reseña sobre algo. Tal vez alguna queja compacta, una recomendación al aire. Deseo que "Jimmy Corrigan" (Chris Ware, 2000, Pantheon Books) haga la excepción.
Kierkeggard -del cual sólo conozco esta frase- dice: "Introduzco el dedo en la existencia; no huele a nada". Escribí esa cita en algún cuaderno y dicha sensación aflora cuando observo esta obra de Chris Ware. Ojo: No es que no transmita nada, sino que transmite "esa nada". Habrá quienes vean poesía y color en sus miles de rincones, y les daré la razón. Y tendré que insistir en que esas porciones reducidas de belleza son el contrapunto para que el resto del mensaje surta efecto. No tiene sentido la oscuridad si no hay un poco de luz.
¿De qué trata la historia? Jimmy "The Smartest Kid on Earth" conoce por primera vez a su padre después de 37 años. Al mismo tiempo descubrimos -y reconocemos- una infancia típicamente cruel, protagonizada por su abuelo de 8 años en un Chicago de 1893. Sobra decir la exactitud histórica escondida detrás de cada escenario y es necesario festejar la manera en que brincamos atrás y adelante en el tiempo, como suecede entre los sueños y la realidad. La imaginación de Jimmy es una manera de explicar el mundo, el mundo como una explicación de su imaginación.
Jimmy dice poco (o casi nada) a lo largo de la historia: pero no carece de personalidad. Incluso, es una persona que reconozco. De una inseguridad abrumadora, de una incapacidad irritante para afrontar el mundo. Alienado, los hechos más minúsculos, las dudas más sencillas, se convierten en grandes miedos y los grandes miedos cobran formas inesperadas.
Cuatro generaciones de Corrigans habitan las páginas del libro y al mismo tiempo, me parece estar presenciando la vida de un solo individuo. Y no porque los genes sean una cosa poderosa... Desde cierta óptica, la humanidad completa puede resultar en un sólo hombre solitario y temeroso. Incluso, lo "interracial" figura en varios momentos y parece borrarse cerca del final de la novela; dos personajes de colores opuestos, víctimas de una aparente hermandad política, terminan compartiendo una gota de sangre, muy significativa, que comenzó a diluirse hace más de 100 años... Y el lector descubre estos secretos gracias a uno de los impecables cuadros sinópticos de Ware. Recursos de una frialdad sorprendente que parecen entibiarse en la medida que escuchamos el latido de la novela, cada vez más fuerte/cada vez más triste.
Sucede con cualquier buen libro: pasar la última página nos deja una sensación de vacío. Una tristeza infinita que dura un segundo, antes de ser sustituída lentamente por otra cosa. "Jimmy Corrigan" deja un vacío -en efecto, es un buen libro- pero es acompañado de una sensación nueva. Una certeza (temporal también) de que las cosas no se pintarán de rosa nuevamente. En el camino, Ware nos enseñó que un mundo gris siempre será gris, y que si uno es víctima de sus emociones, se será víctima por siempre.